viernes, 7 de mayo de 2010

Invitaciones al Tango

                       Jorge RodolfoAltmann
Ilustrado por Corina Comper




I.S.B.N. Nº: 987-43-3145-3

Hecho al depósito que marca la ley 11 723

Impreso en la República Argentina

Año 2001


PRÓLOGO
El autor de este libro es un hombre de múltiples pasiones. Por un lado ejerce la docencia en el Área de las Ciencias Exactas (Matemática, Física y Química) en todos los niveles. Al mismo tiempo cultiva con auténtica vocación desde la infancia la música. Nos dice: “confieso que la literatura y la música son las artes que más quiero”. Vinculando estas dos intensas inquietudes escribió los movimientos de la obra Rapsodia del Ocaso, marchas y canciones que distinguen a distintas escuelas secundarias, varios tangos entre los que se destaca Mimo y esta obra Invitaciones al Tango que ahora llega a los lectores.

Altmann recibió diversas distinciones de las cuales consignamos la más reciente. En el año 1999 obtuvo el primer premio de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores NE Zárate). Su obra Historias en La Mayor (Cuentos que cuentan cuentos) de sabor localista fue muy leída en nuestro medio; en sus páginas el personaje, Froilán Baldosas, amalgama lugares, sentimientos, anécdotas y seres de épocas recientemente pasadas centrando el hilo conductor en este párrafo: “Sólo una sociedad enferma hace las cosas para que duren poco. Todo debe hacerse a semejanza de los recuerdos, que no se desgastan nunca”.

Ahora volvamos nuestra atención a esta nueva obra de Altmann, en ella estrechan sus manos espirituales la música y la palabra.

Pocos géneros permiten como el tango la reformulación en distintos escorzos, en diferentes expresiones artísticas, en diversos y emocionados acentos...

Un tango se puede cantar, bailar, silbar, traducir en diversas formas literarias, volverlo expresión plástica. Y también se puede llorar. Puede transformarse o teñir con sus tonos todo el prisma de la sensibilidad humana.

Jorge Rodolfo Altmann decide invitarnos a vivir de nuevo la sugestión de temas clásicos. Se trata de una lectura que no necesita mediaciones, escrita a golpes de emoción golpea al corazón también contundentemente.

El autor elige treinta y dos tangos de Homero Expósito, Cadícamo, Cobián, Cátulo Castillo, Homero Manzi, Stampone, Le Pera, Pontier, entre otros. Nos ofrece de cada uno una sugerencia, una vibración interior, un ámbito mágico desde donde evocar y sentir esos tangos.

La ilustradora, Corina Comper, realiza otra modalidad de esa reformulación casi infinita. En este caso vuelca la expresión porteña a la plástica. Lo hace en general con logradas figuras esquemáticas en blanco y negro que impactan sobre todo porque están enfatizadas por un toque de color que alude sin duda a la excitación del tango que irrumpe desde la figuración de lo real y es lamento resignado y grito al mismo tiempo.

Es señalable en la producción de Altmann una brumosa remembranza de acontecimientos y gente de Zárate. Estos aparecen en clave, íntimos, a medio revelar. Sólo reconocibles para los que vivimos aquí y en determinado tiempo. En este sentido, tampoco necesita mediación la prosa de nuestro autor. O se reconocen estos personajes o se los interpreta como arquetipos infaltables en la humilde mitología de las ciudades rioplatenses.

El libro de Altmann, apelando larvadamente a lo cotidiano y local penetra en lo universal, en la significación enigmática del hombre de siempre, en el grito incesante de la humanidad por lograr su sosiego, por desplegar su plenitud, su destino de belleza y verdad.

La invitación al tango es una convocatoria a desandar el tiempo, a liberar el espíritu en los corredores infinitos de la sensibilidad y la nostalgia.



Por Federación de Educadores Bonaerenses

Estefanía Ragazzo de Fernández

Abril de 2001



Primera invitación

Invitación a la ciudad

(A Zárate)

A modo de prólogo:

La ciudad bostezó quedando engarzada en el ojo del remolino. Un estado en el que nada podía ocurrir. La urbe se congeló sin dimensiones al frente y sin tiempo, personificada dentro de sí misma, hundida en silencios.

Hasta cambiaron sus colores.

¡Todo se veía tan diferente!

Los frentes grises de los edificios viejos vestían de rosa; los pimpollos de las rosas rojas de la plaza eran del color de la turquesa; el verde de los árboles y el césped amarillo; el blanco de las nubes negro noche y, llenado el agujero del embudo, el celeste del cielo se tornó carmesí.

El sol apenas brillaba, lejano, con la sensación del frío que deja la estrella polar.

El agua se congelaba, quieta, formando baldosones de veredas transparentes.

La gente en la calle quedó estática debajo de pájaros inmóviles suspendidos en el aire.

No sé en qué momento el tango despertó de ese sueño raro, separando una mortaja de percal. Miró a su alrededor con aire sorprendido y se vio mezclado entre rockeros, bailanteros y esos otros que hablaban un idioma diferente... salió de su actitud estanca y, haciéndose paso entre figuras flacas y artificiales saturadas de una química diferente, subió al escenario que ensombrece, en los días de sol, la escalera que baja por el lado este de la fuente que sostiene la estatua desnuda que orina agua al agua en una de esas plazas llamada Italia. Tomó con fuerza los viejos, pero aún fuertes, hilos de sus marionetas de vida y comenzó a moverlas con el ritmo de la música que dicen que es de Buenos Aires... aunque aquí, en esta ciudad... ciudad que, guste o no, también es ciudad de tango... ciudad que tiene nostalgias, tiempo y tango... ciudad que, teniendo tanto de tango, termina diciendo que fue entre todos que lo compusieron, lo actuaron, lo escribieron, lo pintaron, lo cincelaron y lo cantaron... ese tango que nadie se atreve a sepultar... esa forma con la cual, tarde o temprano, todos caminan el camino de los que se fueron... de los que partieron y siguen viviendo en las cosas... siguen de tal manera que hasta hay quienes los piensan de regreso o, en realidad, los especulan como si nunca se hubieran ido.

Porque, qué sé yo... el tango, como la gente, jamás se fuga ni se fugará de la vida.

El tango, simplemente, ni siquiera penetra en el vástago de la muerte ni en el cuello del embudo del olvido... Tomó la licencia del viejo vigente cansado. Se escapó dormido, esperando, desvanecido en un profundo aburrimiento, fastidiado de confusiones y disgustado por una apática falta de entendimiento. Nunca creyó en formas con las que no pueda crear sus propias imágenes, ni en versos que rimen ásperos o alejados de la realidad de las épocas, ni en letras cuyas coplas se sientan distanciadas o que no tengan la exacta comunión con lo que es de nosotros.

Ese tango, que es el de los nuestros, entiende del acristalamiento de una ciudad amalgamada en razas, comunidades y colectividades...

Los hilos comenzaron a moverse agitados por los dedos ágiles de los músicos y volvieron los colores.

Ahora, los frentes de los edificios viejos son grises; las rosas de la plaza del centro, rojas; las hojas de los árboles de la calle principal y el césped de toda la ciudad, verdes; las nubes blancas, el cielo celeste, el sol caldea los barrios, el agua es fresca, las veredas vibran al ritmo dinámico de sus transeúntes y...

La gente...

Nuestra gente corre en la calle, entra y se sienta a las mesas de los cafés, sube y baja de los micros, pelea por un taxi o un remís y maneja autos... los pájaros vuelan y...

Los fueyes, más de un piano, algunas flautas, varios violines y las muchas violas de la ciudad enhebran cantores de barrios y los juntan, ¿por qué no?; los abrazan apretando y anudando en un todo con quienes tenemos, tuvimos o tendremos, que ver con el tango.

Y, en una cuna sin límites, seguimos tocando, cantando, pintando, cincelando, escribiendo, escuchando, amando y reviviendo la música ciudadana... que también, aunque dicen que es exclusiva de Buenos Aires, nos corre calentando el torrente de sangre sin el egoísmo de creernos dueños absolutos de algo que les pertenece a todos.

Música de Buenos Aires pero, insistentemente, también de mi ciudad y en mi ciudad...

Sin miedo a envejecer... ¡ eso!, sin temor de que nos puedan llamar viejos.

Una ciudad que traza y colorea sus invitaciones al tango con el corazón puesto en un mural arcano... una ciudad que, en contracantos y armonías, dibuja y pinta sus tangos en el pentagrama infinito de la esquina que evoca a sus poetas o, ¿por qué no?, ¡desde cualquiera de sus esquinas!... una ciudad concertada, perfilada y teñida con gente, lugares, anécdotas, cosas y... en fin, un contrapunto delineado con el pincel de los tangos... ¡una ciudad, acogedoramente nuestra!





Segunda invitación

(Afiches)

Un lugar, una maza, una fragua y un hombre.

Amalgamas.

La casa del herrero, convertida en ochava con portón de lata.

Tirabuzón de espacio con cuerpo de pasado.

Hoy la esquina se disfrazó diferente en una noche sin brillo de luna, ni de estrellas.

¡Paredes oscuras, musgosas y grises!

Una silueta de mujer se proyecta sobre el afiche.

Los sonidos del último organito se funden en los golpes del herrero, forjando, masacrando el tiempo.

En un indecible momento, las figuras del cartel sonrieron. Entonces sobreviene el diálogo, acompasado por un bandoneón perdido en la espiral de la noche.

- ¡Ah, son ustedes! - Murmura la silueta.

- ¿Qué viniste a buscar? - Preguntaron las figuras.

- El gesto, travieso de la infancia, bajo los naranjos florecidos. El vestido de percal y mis trenzas.

- Eso no está, ya no existe, murió en la noche cerrando el cancel

- ¿Y el tango?

- Quedó en el barrio, como un desnudo de vidriera... pero vive; tiene alma, espacio y tiempo.

Comienza a lloviznar y las voces se ahogan diciendo:

- Vamos, Malena. Aquí no hay nada para nosotros.

- ¡Está bien, Homero y Homero!

Y así, húmeda, con voz de sombra queda la esquina. ¡Silenciosa!...




Tercera invitación

(Aquí no más)

Debía apurarme porque casi era la hora de clase y algo dentro de mí se resistía...

No podía ni quería, en ese momento, ser profesor... me lo debía y hace tiempo que me debo.

Como en el juego de las escondidas...

Sí, mi soledad, como en una esquina de frío. Estío de bronce y de perro ausente... cenizas de cigarro tiradas al fango del pozo pretencioso de vereda... aroma, de jacinto marchito, en una tarde muda... de esas... de nostalgia... escenario vacío con tristezas templadas... lágrimas de Plaza Italia rodando y disolviendo en contramano el asfalto de la calle que la bordea de oeste a este... rodilleras de músico bohemio gastadas de fueye...

De ahí, no sé por qué, pero de ahí partí... ¡parto! Mejor así, en presente... ¡parto! Porque sigo partiendo.

Parto con mi cuaderno de notas, libros, calculadora y apuntes de ciencia como un pintor sin acuarelas, caminando cabizbajo, en contra del viento norte, por la vereda del este de la calle más arbolada... dinámico y esculpido a golpes de martillo sobre un cincel oxidado dibujo, perdiendo en los compases la noción de tiempo, figuras y silencios en el pentagrama que envuelve el musgo de la acera de ladrillos.

Sí, mi soledad, la calle se ve cada vez más vacía.

Acaso... ¿no dije que camino, rumbo al norte, por la calle más arbolada? Y lo hago tan ligero y desabrigado que, entrando al agujero del túnel de las épocas, escucho... Oigo, más bien de atrás, medio confundido el griterío de pibes zambulléndose en la pileta de la plaza... y por mi costado izquierdo ausente de paredes, pasan unas formas raras de pintura y solvente, amalgamada con gorriones hollinados, bocinazos y poca gente...

Sí, mi soledad, la calle está vacía de aquí no más.

Como el tango, ¿viste?

Distinto, pero igual...

No le hagas caso, en todo caso, a mis duendes cuando camino mi camino sin caminos; ni le des importancia cuando entran sin haber entradas, ni siquiera cuando salen sin hallar salidas... porque, increíblemente, entran y salen...

Y allá, mirá, fijáte... ¿no ves?, no son fantasmas...

Son...

Perdonáme si uso tu tiempo confundiendo mi tiempo con nuestro tiempo...

¿Ves que rápido, mi soledad, llegamos a la esquina de la escuela?...

¡Sí!...

Ahí están los tres, conversando igual que antes, como en los buenos tiempos... Moisés, el idealista, zafando rejas injustas; Pepe, el pediatra de los padres de mis nietos, saludando a los pibes que salen de su consultorio; Pocholo, el médico a quien todos le debemos todo, encendiendo el maldito pucho y tirando la cerilla con las cenizas al mismo fango del pozo pretencioso de vereda...

Y sí, mi soledad, también están los otros pero, por ahora no me quedan más lágrimas y debo dar clase...

¡...!

¡¿Quién grita que el último pica para todos los compañeros...?!

¡...!

Cuando digas basta, mi soledad, empiezo a contar en voz alta y...

¡...!

¡Sí! el que salga veintitrés cuenta.

Y ya, cruzando la calle, casi entrando a la escuela; una figura de mujer, ni gruesa ni delgada y con las uñas pintadas, me hizo señas gritando que espere...

Que ella es...

Que, en realidad, se llama como esos duendes que me penetran sin entradas y que se escapan sin salidas...

¡Soledad...!




Cuarta invitación

(Cafetín)

Comprándole un clavel para ojales cosidos al pintoresco florista del Banco Provincia después de comer un completo en la sandwichería del centro, me encuentro con Pocho, el cantor... ¡sí, Pocho!, el cuñado del guitarrista... y nos decimos como en una conversación de sordos que...

La cola del barrilete se enreda en el almanaque cuando los días se amalgaman, por semanas fundidas, en meses mezclados de años. Y no es caprichoso... tiene que ser así. La estrella con flecos zumbadores debe cabecear, girar y tirar del hilo hasta que la piola se corte... ¡sí!... eso, no tiene discusión.

Cómo vas a preguntarme ¿por qué?

Acaso, ¿no sabés que el barrilete es un sueño de pibes?

¡Claro, amigo mío, como las ilusiones!... y entendélo viejo... Una ilusión, aunque se pierda y más no sea, te salva.

No sé por qué tengo que explicarte todo.

Lo único que te faltaba... ¡preguntar adónde están!

Ellos son como el barrilete. Están acrisolados de tiempo. Son una ilusión detrás de la cancel, viejo... ¡sí!... de esa puerta vaivén que, en cualquier momento, sale despedida... abrazada al mozo y perfumada de barra... ¡de mostrador!

El piano... ¡¿qué?! ¿Me vas a hablar del piano? ¡Qué sé yo adónde está ese piano!... ¡No!... Tampoco el violín, ni el Negro, ni el poeta, ni...

¿Cómo?...

¡Ah! Que están en el tango.

¡Sí! Están en los tangos, hermano...

¡El cafetín de los poetas!

¡Ochava de invierno, borracha de ginebras y enemistada de amores!

¡Claro, cantá!... hacé lo mismo que yo, con disimulo... pero amigo... eso también lo hacen los otros, cuando se acuerdan...

¡Sí!... cuando recuerdan, embebidos de ausencia y perfume de alcohol, que se ilusionaban... que creyeron que iba a ser para siempre...

¿Cómo, hermano?...

¡Ah, sí!...

“De chiquilín te miraba de afuera

como a esas cosas que nunca se alcanzan”...

¿Cuánto nos querés cobrar por el clavel, che...?




Quinta invitación

(Rapsodia del ocaso)

Violines, de espaldas al escenario de un club, uniendo estrellas de izquierda a derecha...

Comenzando con la derecha y terminando con la izquierda alguien sueña un sueño sin sueños. Como una de esas pesadillas silenciosas dormidas en el subconsciente después de una noche de copas.

La manzanilla salvaje sacudida por el viento arroja su aliento, de corola amarilla, sobre los tréboles de la barranca en la que duerme el frigorífico abandonado... y el violín envuelve con su niebla de seda un nocturno de Chopin y alguna que otra romanza sin palabras de Mendhelson. Después, una cuerda se desata desafinada por un arco gastado de luces de estrellas... de soles, tan ausentes de tiempo como de brillo... de astros, trenzados en camalotes, teñidos de rojo seibo, flotando entre los canales que abren las raíces leñosas del ñandubay. Murmullo de arroyo lejano de aguas profundas y puras.

¡Qué extraña pintura, ¿no?!

Historias regadas; con jardines de tulipanes dormidos al pie de los sauces llorones de la costa del río, en un club oscurecido...

Aunque, el violín no desafina por sí solo, más bien lo hace porque extraña las manos que le arrancaban los sonidos más agudos... Efectos altos, muy altos de dolor y no de altura. Notas anudadas a los dedos ausentes de violines de pueblo.

Bailes de antaño.

Sonidos que buscan tangos escondidos en las esquinas ciudadanas. Tangos fundidos y colados del crisol del pentagrama... crisol de partituras afinadas con el bronce de siete claves, la plata de siete figuras, el acero de siete notas, el latón de siete silencios, el aluminio de cinco alteraciones y el oro de siete misterios platinados en los siete pecados capitales... platinado y enfrascado en el cotidiano disimulo de una ciudad...

De realidad...

Y la leyenda del violín cuenta su historia arrimando botas de fango al pie oscuro de los candiles del centro...

De ahí el río, los sauces, los camalotes, el arroyo, la isla...

El centro oscuro de la barranca es el clavijero que estira la cuerda que desafina en el violín...

Y un colchón de racimos de glicina, hojas de parra y pétalos de rosa une el patio de ladrillos a un aljibe con malvones, hojarasca y humedad. Y un canto de cosas que dejaron de ser secretas se eleva por el aire con la música del violín de la noche adormeciéndole los pecados a la ciudad.

Borracheras de desengaño.

Leyenda de enamorados de otros tiempos contándole las vueltas al molino de viento.

¡Eso!...

¡Y nada más que eso!

Cosas que nos hicieron creer las orquestas de tangos...

Cosas con las que nos embriagó el escenario que aún da estrellas ausentes, al arco estrellado, en el cielo de un club.




Sexta invitación

(Dos fracasos)

“Horas que ya están en el olvido. Sensación de haber perdido la esperanza en el adiós. Rabia de sabernos tan cambiados...”

El hombre deja de ser él cuando habla de sí mismo y es más fácil que cuente su verdad cuando se oculta detrás de una máscara. Quizás sea por eso que los que tienen poder no se expresan con sinceridad. Los otros...

Los otros son los que sufren.

Habíamos cumplido diez años y jugábamos, en el fondo de la vieja casa que da el frente al Tiro Federal, entre limoneros, naranjos y ciruelos desnudos. La pelota entraba y salía rebotada en las macetas. Una edad más que afortunada. Teníamos de todo y lo que faltaba lo inventábamos.

Sí. Creábamos los personajes según las historietas. Desde ese entonces fuimos Paturuzito e Isidorito. Cada cual con su personalidad.

Ya, a los veinte años con el servicio militar crecimos de golpe. Éramos Paturuzú e Isidoro.

Distintos, por cierto.

Uno vivía mezclándose con los pacifistas y los hippie, por allá en las décadas del sesenta y setenta. El otro trataba de sacar ventajas de todo. Un ensamble, heterogéneo, entre lo quijotesco y lo bribón.

A los treinta aún lo romántico seguía merodeando por nuestros caminos aunque ciertas cosas resultaban, a veces, más terrenales.

Pasando los cuarenta, las canas desgastaban el barniz de los años. Paturuzú quería demostrar más fuerzas que las propias aunque se le enarcara la pluma. Isidoro, caía en algunas trampas. Estaban descubriendo otros personajes de historietas que, en la televisión, se mueven con rapidez. Figuras que no nacieron tan estáticas como ellos.

Los cincuenta pesaban. El chiripá y el poncho tenían remiendos; la gomina y el porte donjuanesco desentonaban.

Los sesenta y los setenta llegarían demasiado rápido. ¿Para qué hablar de eso?

¡Raro...!

¡Muy raro...!

Hoy, cuando me asomé a la vereda de la vieja casa donde nos convertimos en Paturuzito e Isidorito, la gente miraba el edificio de enfrente con detenimiento.

¡El décimo piso!

Observé el balcón y me desesperé... gritó “¡huija!” y, se largó.

Lo último que cayó fue su pluma.



Séptima invitación

(Golondrinas)

Sentado al cordón de la vereda, entre copas misteriosas de buqué indefinido con cuerpo poco espeso y a medio terminar, la voz de un pájaro ausente de acordes de guitarras buscó la golondrina que quiso conocer y... y el único teatro de la ciudad se llenó de aplausos y silencios a la espera de Madreselvas tras un coro fantasmal.

Y las chicas caprichosas, de hombres de otros tiempos, caminan por la esquina en la que cantó el cantor...

“Criollita de mi pueblo,

pebeta de mi barrio,...”

Y el mozo, ausente, se acerca lentamente a servir la copa que dejó por la mitad... la copa que Carlucho miró pasar de lejos el día que le probaron la voz... y, después... ¡después!...

- Mirá pibe - le dijeron los de Buenos Aires - ¿lo escuchaste al zorzal? Bueno, vos también tenés tu buen vozarrón, ¿eh?, oído y alma de cantor... aparte, tendrás unos mangos, ¿no?, y ¿te llamás Carlos?... ¿Carlucho, no? ¡¿Te dicen Carlucho, che, pibe?!

- Seguro, hermano, seguro... y sí, tengo algunos pocos mangos ahorrados.

- Entonces atendénos... pero atendénos bien, ¿eh?... ¿en serio que lo escuchaste con detenimiento al zorzal? Pagaste la entrada, ¿no?

- Sí, hermano, ¿cómo no? También recién, aquí en la esquina... ¡en el bar!... ¡eh!, cantó golondrinas, de regalo...

- Gardel siempre le da propina al público... bueno, decínos... a ver, Carlucho, ¿en serio que tenés esos mangos?...

- Sí, hermano, seguro...

- Entonces, mirá,... compráte un carro, un buen caballo, unas bolsas de papas y practicá por los barrios de tu pueblo, ¿viste?

- ¿¡Cómo, hermano?! ¿Cómo?...

- Sí, pibe, afiná bien la voz cantando de papero que, para la próxima, te probamos otra vez...

- ¿Cómo, hermano...?

Gardel gritó, haciendo señas, desde la vereda; parado entre el teatro y el bar.

- Vamos muchachos, que nos esperan en el otro pueblo y pronto va a salir el sol...

“la golondrina un día

su vuelo detendrá...”

- ¡Ya vamos, Carlitos, ya vamos!... Y vos, Carlucho, practicá vendiendo papas... ¿sabés, hermano?... en la próxima, nos venís a ver, que seguro... bueno, chau, viejo... nos vemos, ¿eh?

Y así fue como Carlucho, el papero, conoció su oficio cantando los tangos que todos, en cada barrio de la ciudad, le oían entonar subido al escenario de un carro empujado a fuerza de pingo y...

¡Carlucho, el papero!...

Carlucho, el papero, claro... no hace falta decir que se hizo viejo y los años, en fin... hasta hace poco y casi parece que fue ayer, nos contaba que, en la esquina del bar y el teatro, conoció una vez a la gente que acompañó a Gardel... esperó que volvieran... que lo volvieran a probar...

- ¡Papa, papero!...

- ¡Ché! ¡Carlucho, cantáte un tango, hermano!...

¡¡Aplausos...!! ¡¡Aplausos...!! ¡¡Aplausos...!!

“No habrá nube en sus ojos

de vagas lejanías,

y en tus brazos amantes

su nido construirá...”

¡¡Bravo, Carlucho...!! ¡¡Bravo!!



Octava Invitación

(Naranjo en flor)

¡Memorias, silencios y más recuerdos!

Perfume de agua florida derramada sobre arpegios escapados de un piano desafinado.

Acordes que penetran las juntas del empedrado y él...

¿Quién?

¡Cómo, ¿qué quién?!

Sí, ¡pero no!...

¡No!, escucháme...

Quizás sea porque piensa que el tiempo es impredecible o porque le hicieron creer que en las simplezas de la vida no caben las imprecisiones. Por eso los cuestionamientos lo abruman. Cree que por asumir las cosas tan sensiblemente todo es, de exacto, como el resultado de una ecuación de incógnitas bien definidas y se pregunta ¿por qué lugar transita lo inconmensurable y adónde cabe lo divino? Y tiene una respuesta: dice que en lo pequeño de lo más pequeño de las pequeñeces o en el espacio que existe entre los puntos de un segmento de eternidad y sostiene que Dios no le dio casi posibilidades al hombre para discernir entre sutileza y malicia y por eso, peca con tan poco arrepentimiento.

Recuerda el día que dijo mirando el naranjo sí, el naranjo anudado a las raíces de los plátanos de la 19 de Marzo y que aún florece en Rómulo Noya al 600... el naranjo comprado por los Rivera a Sarmiento y del que dijo que sus azahares se ven abotonados a las ramas o marchitos en el suelo y que nadie, pero nadie, por más que se lo proponga puede determinar el momento exacto en que caen y...

Y que si alguien superando lo imposible lograra calcular ese instante, aparte de destruirle la belleza le ocultaría identidad...

Sería evaporarle el pasado enmascarándole el perfume de sus flores...

Sí, el naranjo plantado hace más de cien años en el tiempo que el maestro caminaba por Suipacha, entre Chacabuco y 9 de Julio, asustando con su recia figura a los pibes del villorrio...

Claro, hoy que su imagen se confunde virtual y es parte de la Dorrego se fue olvidando de los otros barrios. Ahora las cosas cambian más rápido que antes. Más bien desaparecen de la noche a la mañana. Aunque, en esa calle... sí, en la Dorrego, hay naranjos atados con cordones de arcilla al empedrado y la barranca. Y allá lejos, bajado de un peldaño de cielo, el puente hace tiempo que espera, hundiendo sus zancos en los blandos remansos del Paraná, sus memorias, los silencios y aquellos recuerdos compuestos en un piano desafinado.
¿Qué espera?

¡Cómo, ¿qué espera?!

Acaso, ¿no termino de decirlo?...

¿Por qué?

¡Cómo que, ¿por qué?!

Espera, todavía, con menos filosofía, la poesía con la que sueña el poeta... y busca, entre azahares de naranjos, el cielo plomizo en un ocaso rojizo sin pentagrama ni claves.

Espera que el empedrado le regrese, como antes, los arpegios un poco más afinados al piano.






Novena invitación

(Tiempos viejos)

- Mirá, m’hijo, que esto no sé si alguna vez se lo conté a tu padre, pero así no más... Como te la cuento era; escuchá:

Debe de haber sido por eso de allá de Buenos Aires que se decía “En lo de Laura y la Vasca”. ¿Pero acá...? A lo mejor por lo del bajo, o el ambiente del puerto, también podría ser. No sé, en realidad, si bailó alguna vez con una de esas mujeres que proveía la casa por apenas, o casi, tres pesos la hora pero... es seguro que raspó los mosaicos que pisó el compadre a golpe seco de caña, ginebra, guitarras y un, de vez en cuando, bandoneón. El José ese de mirada hosca, que en realidad se llamaba Joseph porque era inglés, tenía muchos piojos y pocas pulgas como para dejarnos bajar la mano a la altura de la cintura o más abajo, si se hubiera podido, a las pelirrojas vestidas de raso. Eso sí, en sus tiempos era una mansión. A pesar de su frente de ladrillos y barro a la vista, los ventanales de rejas y balcones le daban, junto a la cancela de hierro, un aire elegante. Lo que sí, las pinturas de la sala parecían haber estado más bien hechas por un tano borracho que por un pintor de la época. Y las piezas de alrededor del patio de ladrillos al que daba el corredor, albergaban por siete mangos más la propina algún metejón escapado adrede de los ojos del inglés.

No todo era tango, pues alrededor del aljibe del patio se empezaba bailando alguna que otra polquita... porque la dueña era rusa, aunque el Tito le decía la Polaca. Muchos de los buenos bailarines eran escapados del turno de la tarde de lo que aún quedaba de la fábrica de alcoholes.

¿Qué el sitio era caro? ¡Sí que costaba! Costoso y más aún si se entreveraba alguna que otra estocada de facón entre faeneros ambiciosos de coloradas... de esos que manejaban el cuchillo como los dioses, allá en el frigorífico.

Eso sí, ¿eh? Tener una mina en lo de la Polaca era ser afortunado y si la saboreabas más de tres veces, no te cuento...

Ahí todos los días eran iguales...

Y, mi amigo, viste... el Antonio del que te hablo siempre y yo...

- Abuelo, mamá nos llama a cenar, apuráte y decíme: ¿vos tuviste alguna de esas en tu tiempo?...

- Vamos a cenar, m’hijo, porque lo único serio de todo esto, es que tu madre tiene mal carácter...

- Abuelo, abuelo...

- ¡Qué abuelo, abuelo, ni qué ocho cuartos! Nunca me dejan terminar de contar lo que se me ocurre... y tu padre tiene la culpa porque se deja mandonear por tu madre... a mí, ¡sí; qué!... tendríamos que haber andado juntos vos y yo... alcanzáme el bastón, ¿querés?...




Décima invitación

(El sueño del pibe)

Llamaron a la puerta de calle y el pibe salió a recibir el diario. Esa noche leyó la primera noticia y vio que todo seguía en lo mismo que decía el día anterior y quizás en lo mismo que diría el día después.

La última página tenía algo sobre deportes y lo leyó.

Fue como entrar en un sueño... mejor dicho le dio sueño e intentó quedarse dormido, total... total, ¡qué importaba soñar!

Cansada la tarde, de esperar la noche, cerró los ojos y se echó a dormir el sueño de un cielo que no oscurece cuando los años quieren correr.

“Dormía el muchacho y tuvo esa noche

el sueño más lindo que pudo tener:

el estadio lleno, glorioso domingo

por fin en primera lo iban a ver.”

Se tapó con la almohada pensando en aquello y dio vueltas y vueltas en la cama, tantas como gambetas sabía hacer.

Por fin, por un rato, se quedó profundamente dormido y soñó con un tango.

Nunca supo si le gustaba el tango, pero soñó con eso y...

Aún era pibe...

Y el tango, ¿qué tiene que ver el tango con el muchacho?

El tango es, como dice el tango... el tango es un sueño y al pibe le toca correr. El tango arranca la cancha... el pibe es la meta y el tango también.

“Golpearon la puerta en la humilde casa,

la voz del cartero muy clara se oyó,

y el pibe corriendo con todas sus ansias

al perrito blanco sin querer pisó.”

Se despertó transpirado, sin saber qué pasaba. Se destapó la cabeza y dejó el diario al pie de la cama. Miró el cielo raso como quien mira y cuenta las estrellas, como quien, estirando los brazos, quiere tocar lo que no se puede o cuesta alcanzar...

El sueño volvió a vencer al sueño y el tango volvió a soñar.

Pasó la noche contante y serena.

Entre sueños el timbre volvió a sonar y una voz cálida desde la cocina lo llama:

- ¡Bocha, Bochini! Vamos levantáte y a desayunar...

“Faltando un minuto están cero a cero;

tomó la pelota sereno en su acción,

gambeteando a todos enfrentó al arquero

y con fuerte tiro quebró el marcador.”

- Ya voy, vieja, ¡ya voy!...




Décimo primera invitación

(Los mareados)

Vos, viajera del silencio, encendida con el fuego de las risas templadas en champagne. La risa demente y los ojos morados, pegada a la tristeza, sin poder llorar.

Yo, viajero del bullicio, apagado en el cóctel más seco que se pueda preparar. El beso, en la sonrisa amarga de tus labios, entre caricias agresivas me emborrachan más y más...

“Esta noche, amiga mía,

el alcohol nos ha embriagado...”

Ayer...

La esquina del centro...

El gringo cabezón... el heladero cabezón mira hacia afuera de la heladería observando cómo el frío agridulce de un helado de limón con crema rusa y americana derrite el chocolate que se chorrea en los Far West de los pibes que llegan después de la primera salida del continuado del cine.

Así, amiga mía...

Novia reciente.

Así imaginábamos que iban a ser los nuestros cuando las cosas se compusieran... cuando cambiaran...

Cuando fuéramos... cuando fuéramos como somos hoy.

A la americana, ¿te acordás? Cada cual pagaba su helado...

Ahora, cada cual paga su copa...

“¡Qué me importan que se rían

y nos digan los mareados!”

¡A la americana!...

A lo novio pobre, porque éramos así...

El despertador de los sueños en aquellos tiempos nos sonaba, muy de madrugada, un poco antes... poco antes de que soplara la caldera por la chimenea que aún le agrava el canto de sirena y fantasma a la fábrica que cerró...

Sueños e ilusiones en bicicleta...

¡Bicicleta!... la bicicleta Peugeot que me dejó de herencia el viejo... ¡nuestro carruaje!... trono tirado a fuerza de piernas y giros de leones de acero en la corona, engarsando la cadena en cada diente del piñón...

¿Y ahora, qué?

¡Hoy!...

Tras el humo denso del tabaco que esconde la mesa del billar, vos... vos, tenés piedra libre y yo gano mi libertad...

Amiga...

Ya no sos mi novia amante, ni yo soy tu príncipe del bosque...

Ni siquiera conservo la bicicleta...

¡Hoy..!

Hoy, las cosas me dan, cada vez, más y más vueltas...

Sí... ¿te reís porque manejo un auto?

Amiga mía, se nos acaba y no tengo tiempo, me falta espacio, fuerza y velocidad...

¡No!... no digas nada.

¡Cómo no vas a entenderme!, si yo te entiendo.

Por eso...

Seguramente que, es por eso...

¡Ja!... ¡cómo gira la vida!

Por eso nos separamos...

“¡Cada cual tiene sus penas

y nosotros las tenemos,

esta noche beberemos

porque ya no volveremos

a vernos más...”

¡Che, mozo, otras dos iguales!...

¡Reíte!

En serio, ¿de qué te reís?

Pero, ¡¿ahora, llorás?!

En serio, ¿por qué llorás?

¡Ah!, ¿porque somos diferentes?

Claro que vos y yo somos distintos; pero la vuelta de copas, amiga...

Las vueltas son todas iguales...



Décimo segunda invitación

(Cabeza de novia)

Los días de lluvia tienen eso de hacer que algunas cosas de las vida, quizás las más simples, se vean diferentes.

Como aquel día en el que Rosa viajó a Buenos Aires para comprarse la tela del trajecito para el civil.

¿Quién iría a pensar que la llevaría su Oscar en el Chevrolet del padre?

Salieron por la mañana, bien temprano, desde la panadería del viejo.

Al desembocar en la ruta vieron que, desde el oeste, el cielo se cubría de nubarrones y le restaron importancia. Faltaba apenas dos meses para el casorio y los calores se les subían ardiéndoles las piernas y los riñones. ¡¿Quién iba a pensar en la lluvia que, en una de esas, se vendría?!

Rosa sabía que en Harrod´s se podía comprar bien, por lo que le diría a su Oscar que la dejara cerca o, por lo menos, en un lugar donde tomar el trole para llegar. ¡Le encantaba pasear en trole y en tranvía!

Su Oscar aprovecharía el viaje para hacer diligencias que le llevarían más tiempo que el que le ocuparía a ella, por lo que Rosa pensó volverse antes en tren.

Mientras su Oscar manejaba, ya en plena ruta, ella se puso a pensar...

“Y sí, rosa. Tiene que ser rosa para el civil porque será en la primavera y ese color para la estación sienta bien. La que va a criticarme señalando que es cargar demasiado el asunto, porque de por sí la época lo dice todo, es Adela... ¡Adela!, que puso fecha para dentro de ocho meses y ahí ya será el otoño. Seguro que va a comentar que mejor habría sido en verde... pero estoy más que segura de que, si lo dice, es porque a ella le gustaría casarse de rosa y yo... yo, me adelantaría y la embromaría.”

Las nubes oscurecieron el cielo por completo y los goterones caían golpeando el parabrisas. Llovió torrencialmente durante el resto del camino por lo que tuvieron que andar con cuidado.

Ya, en Buenos Aires, su Oscar dejó a Rosa cerca del centro, en la parada del trole, recomendándole que tratara de regresar, a más tardar, en el tren de las cuatro. La lluvia había mermado algo.

Se bajó del trole en Corrientes y Esmeralda. Caminó por Corrientes hasta Florida y por ésta hacia el lado de la plaza San Martín. Mientras miraba vidrieras tuvo la sensación de que había olvidado algo y no se daba cuenta de lo que era... la cartera, lo más importante, la llevaba apretada en su brazo y... por suerte, apenas lloviznaba.

Mientras más se acercaba a Harrod´s, más se entusiasmaba con el color rosa.

Pensó en varias cosas a la vez barajando en la llovizna, que aparentemente no la mojaba pero le fastidiaba, los pares de zapatos que se exhibían en las vidrieras con las joyas y todo eso con lo que una mujer se entusiasma para vestir y adornarse.

Llegó a las puertas de Harrod´s, las traspasó y, en menos de una hora, se encontró felizmente ubicada frente a la caja para pagar un hermoso corte de tela color rosa viejo.

Cuando abrió la cartera se dio cuenta de que se había olvidado la billetera en la panadería... ¡tenía apenas un poco de dinero suelto que, por lo que calculó, le alcanzaría a duras penas para tomar un trole y pagar el pasaje de regreso en tren.

Colorada como un tomate y con las lágrimas rodándole por las mejillas, ni siquiera esperó el tren de las cuatro de la tarde para regresar... para colmo de males no supo cómo ubicar a su Oscar para que la socorriera en su desgracia.

“Y, que muy a menudo de todo te olvidas, cabeza de novia...”

La cuestión es que Rosa terminó comprándose la tela en una de las tiendas de su ciudad y se casó por civil en plena primavera con un trajecito verde, mientras... ¡mientras que, su amiga Adela lo hizo en el otoño vistiendo un trajecito rosa viejo cuya tela compró allá... justamente, allá, en Buenos Aires, en Harrod´s!...




Décimo tercera invitación

(Mis amigos de ayer)

Tenés razón...

A lo mejor me pasa eso; confusiones, locuras...

Barullos en la fantasía del cubilete de la realidad. Conmoción, sí eso es... una turbación que aturde. Achaques y machaque con una maza que, implacablemente, va herrando en la memoria, golpeteando en el pensamiento, las cosas que se olvidan... o que se relegan, más que olvidadas, para encubrirlas con una máscara de recuerdos. Aunque las cosas de amores y amigos... o mejor, digamos que, las cosas, los amores y los amigos están como el ceño fruncido que arruga y tuerce un antifaz... o como la risa de un fantoche que nada tiene que ver con el rocío que hace de lágrima en la oscuridad de las noches...

Por qué, ¿no?

Las noches... esa noche que, a propósito, se embellece enrojeciendo la rosa del cuento con la sangre del ruiseñor.

“Esta noche tengo ganas de aturdirme con recuerdos,

con el frío denso y lento de las cosas del lugar;...”

Amigos de ayer, más amigos que los amigos de hoy y tan ausentes como los amigos de mañana. Mesa de bar; soportando cachetazos de cubilete de cuero descosido y gastado. Mario, el loco Carlos, el nene Miguelito, el gringo César, el ruso Juan, el turco Pepe, el gordo Nelson, el gallego José Luis y el flaco Tomás.

¡Esquina de bar!

¡Bah!

Al lado, hermano... sí; en ese bar que estaba pegado a la parada en que tomábamos el colectivo que nos llevaba a los bailes de los otros pueblos.

Y, ¡sí!...

Los amigos de ahora son hermanos, ¿viste?

¿Los de antes?

Los de antes, por ahí, a alguno lo pretendíamos de cuñado... para hacerlos enojar, nomás, aunque sabían... sabíamos bien como era el asunto; porque las cosas de barrio la hacíamos juntos y cada cual... cada cual defendía lo suyo y lo de los demás...

No preguntés adónde están los amigos de entonces, porque ellos fueron; ¿o se fueron?...

¿Son?... entonces, si vos lo decís, seguramente, ¡aún lo son!

Los que quedaron, ¿viste?... los que quedaron son como la piola en el juego de los trompos. Sí; el trompo que, una vez que lo largaste zumba, pica en la troya, gira, baila, se duerme y te queda solo... te quedás solo con el piolín, ¿te das cuenta?

“Para qué llorar ahora lo que el tiempo se ha llevado,

si está muerto mi pasado como muerto está mi amor...

Una voz canta en mi oído mis canciones olvidadas

y la noche perfumada se hace toda una canción...”

¿Te das cuenta, hermano, por qué te hablo de antifaces y trompos?

Es casi como en el cuento de la rosa y el ruiseñor...




Décimo cuarta invitación

(Agua florida)

Si la salmuera diluida con sabor a cosas viejas curara el mal de los tiempos, el remedio bastaría de acuarela para pintar los ladrillos de la pared de los juegos. Arrimadita con figuritas, del álbum nuevo del nieto, cambiadas por cada dos desteñidas, una de Boca y tres viejas.

Mentiras confusas en la mezcla de recuerdos del abuelo.

Paredón con puerta desteñida, casi desvestida, por el calor de las épocas olvidadas y perfumada con la humedad de los tiempos.

Paredón que oculta el patio olvidado y ensordecido de ruidos de calle con olor a agua florida.

Paredón de barrio que traba, en cuero y hormas, la casa del zapatero remendón.

Paredón de bandoneón, sublimado de tristeza en un corte a la romana o sacada de pelusa por semana, guardado tras una reja los aplausos que alguna calle vieja le brindó.

“Chinas que oliendo a agua florida, se metían en la vida...”

Fantasear bajo las enaguas y crear una historia que tenga que ver con el disloque de la historia y la realidad.

Así, como se crea o se compone un tango de esos...

Y es que el hombre iba, cada sábado al mediodía, a arreglarse las patillas y la pelusa de la nuca, despuntarse el bigote y rasurarse bien el hoyo que, como marca de nacimiento, le horadaba el mentón.

Todo por el maldito metejón.

Metejón que tenía con la hermana del cantor.

Del cantor que cantaba “agua florida” en la puerta de ese club, que le llamaban “La lira”, cuando las copas le pesaban después de varias serenatas por alguna villa.

¡Ah! ¡Cómo sopla armonioso el fuelle afinado del peluquero que toca el bandoneón componiendo el fantasma de un tango!

Dicen, que al hombre enamorado de la hermana del cantor le fantasearon un tango como se fantasea una historia. Un tango que tocaron en violines de invierno las flores caídas con las que se hace el agua florida.

¡Sí! Le fantasearon un tango que guarda una mentira de ciudad. La mentira de un amor no correspondido, porque algún distraído habrá pensado que siempre fue loco.

¡No!

No siempre fue sucio ni loco y tocaba la viola, con una sola cuerda, como el mejor.

¡Sí, que fue cuerdo!

Tan cuerdo que aún hay mujeres que recuerdan los tiempos en que regalaba ramilletes... ramilletes, de su cerco de verbenas y madreselvas, para cada chica linda de la villa y...

El tango, los fantasmas, el amor, la locura, el juego de figuritas, los disloques de un abuelo, el peluquero bandoneonísta, el paredón de ladrillos, el patio, los hinchas de Boca, el hombre enamorado de la hermana del cantor, el cantor y hasta el zapatero remendón son un invento...

Pero un invento de viejos que se aferran demasiado a la vida pensando que el agua florida quizá mejor es beberla... porque bebida perfuma y embalsama por dentro y...

¡Qué locura!

¿Locura?...

Tal vez tengan razón y, ¡sí!...

Así, es mejor.




Décimo quinta invitación

(Maquillaje)

La rama del árbol rasguña el alero de la casa.

Yo quise ser esa rama para verla cada vez que salía, pero las cosas no son tan simples.

Seguramente...

¡Estoy seguro de que sigo queriendo ser esa rama!

Parado al borde del cordón de la vereda me defendía de los pelotazos que de cordón a cordón nos tirábamos. Rara vez mi rebote fue afortunado... de suerte, no más.

Claro, ya era grande, demasiado grande. Crecí en una calle de tierra y ese juego lo jugaban los del centro.

Hoy, ¿con mis sobrinos?... con mis sobrinos, por ahí, lo sigo jugando... pero igual pierdo, ¿viste?

¿La villa?...

No. Nunca supe bien, en aquél entonces, si donde empezaba la villa terminaba el centro de la ciudad.

Y; sí, ¡siempre!

Me crié aquí, pegado a la calle que nos separa, así que no tuve la suerte de ser de la villa pero casi, casi...

¿Qué le voy a hacer?

Siempre me faltó un poco para todo, aunque para pensar las cosas me sobró el tiempo, a pesar de que nunca lo hice con detenimiento.

Digo no más, a lo mejor me equivoco. Tampoco ahora lo pienso mucho.

¿Cómo escribo?

¡Ah! Cuando escribo, ¿decís?

En realidad escribo así, como me sale, sin corregirlo...

¡No!... no quiero.

¡Bah!, nunca me gustó el maquillaje... ¡no!, no sería yo.

Ni tampoco me gusta maquillar lo que escribo con palabras demasiado lindas que pretendan decir todo lo que sé decir con simpleza...

¡El colorete!...

¿Te acordás?...

El colorete en el rostro de la abuela me producía un efecto extraño. Como si fuera eso... sí, eso... lo del color de un río que, en el centro, es más limpio que en la costa.

Es cierto, todavía me gustaría ser la rama que te cuento... la rama del árbol que roza la casa de ella es casi como mi mano aunque... sin sensibilidad, sin tacto.

Claro, ¡maquillaje!

Las ilusiones, acaso, ¿no son un poco el maquillaje de la realidad?

Y, bueno, me contradigo. ¿Qué le voy a hacer?

No sé... ¡no lo sé!

¡¿Sí?!

¡Ah!, deseos.

¡Eso!, deseos.

Y, ¿si se hacen, como decíamos de pibes?

Y, ¿si los deseos se cumplen?

¡Hace años que espero que se cumplan los míos!

Cuando veo caer una estrella, hermano, le pido tres deseos. Por lo menos dos se me hacen... y, ese... ¿qué sé yo, qué pasa con ese?

A lo mejor cuando se envejezca la rama y yo gane un partido de esos, en el asfalto, ¿viste?

Debe de ser por eso, como decís vos... voy a tener que dejar de escribir poesías y ocupar ese tiempo en conseguirme otro trabajo. A lo mejor, así ¿quién te dice? Con más plata...

Claro, aparte ¿cómo se va a arreglar con un vecino? ¡Si me conoce de siempre!...

Además de vecino, ¡poeta!... vos también, ¿eh?

¿Los del centro?

Si yo... yo, soy del centro. ¿No te digo que nací casi sobre la villa?

¡Ah, claro! Los otros... los del centro, los más del centro, trabajan en el Banco y escriben bien... sin faltas de ortografía y no repiten las palabras... ¡sí!, también hacen buenos números y...

Sin faltas, ¿viste?

Sí, hermano, yo sigo queriendo ser esa rama y la terminamos acá ¡porque me estoy enojando!

¿Jugamos otra vez al cordón contra cordón?...

Y, dále, ¿qué esperás?.

Andá, ¡traé la pelota!



Décimo sexta invitación

(Silbando)

El toscano, recién comprado, mordido y encendido por la silueta trajeada y recostada en el buzón de la esquina de la cigarrería, le creaba un aire que bien podría calificarse de misterioso. Vicio que producía el “Suixtil” que se escapaba de la vidriera de la sastrería del centro. Silbando...

La silueta, cuando silbaba, silbaba la melodía de eso que se canta “...va silbando una canción.”

Me siguió esa noche de niebla en que la acompañé, por primera vez, hasta su casa a mi última novia. Sí; me acuerdo bien que fue esa noche, porque apenas pasados unos cinco minutos, la madre, mi suegra, que de tonta nunca tuvo nada, apareció haciendo ruido y carraspeando en el zaguán. La vieja, linterna en mano y protestando por las hormigas, desentonaba con el silbido afinado de un tango que alguien armonizaba desde la barranca. Recuerdo que, en lugar de zampar el primer beso tuve que conformarme con la presentación de la “mami” quien, con mucha y estudiada astucia, se llevó a la nena para adentro diciendo que iba a tirar “Camani” y que el olor del veneno nos iba a descomponer. Y bueno, qué le iba a hacer. Desde aquella loma de los quintos infiernos, me preparé para caminar hasta el centro; algo así como veintidós cuadras. Cuando di los primeros pasos escuché con mayor intensidad el mismo silbido y el tango venía modulándose por detrás de mí. Me paré bajo el farol de una esquina, giré disimuladamente bien en redondo y lo único que vi fue una niebla que hedía a tabaco. No fumaba y nunca lo hice pero el ambiente y el silbido me pegaban, en el sobretodo que aún le debía al tendero de la satrería, el olor a cigarro áspero. La melodía del tango se mantenía a la misma distancia de mí, así que el silbido estaba tan estático como yo. Empecé a caminar de nuevo y los pasos melodiosos me seguían al ritmo del tango. Hasta escuché el ruido que hace la ceniza cuando cae y se apaga en la vereda húmeda. El sobretodo cada vez tenía más y más olor a tabaco. La verdad es que empecé a apurarme y transpiraba a lo loco porque cuanto más rápido caminaba más olía a humo de toscano. El silbido me seguía constantemente a la misma distancia. Volví a detenerme en otra esquina, ya más cerca del centro y, ante mi asombro, cuando miré para atrás no escuché el silbido pero vi que la braza del cigarro se hacía intensa a la altura de mis ojos y a corta distancia. La figura largó más niebla de tabaco y continuó silbando, bajando la braza hasta casi la altura de una rodilla, eso de “...va silbando una canción.” En ese punto se mezclaba el olor a tabaco, con el del puerto, el del frigorífico y el de la fábrica de papel. Tomé por una calle hacia la izquierda y volví a detenerme en la esquina de una plaza. Miré para atrás y otra vez se hizo silencio cuando la braza se encendía cerca de mí y a la altura de mi cara. El ambiente barajó el aroma del toscano, mezclándolo con el olor a cigarrillo y pintura que seguramente salía de un taller. Cerré los ojos, como haciéndole señas de tres cuatro de mano al compañero de un partido de truco, al silbido que me seguía. Empecé a darle ligero para el centro y me detuve frente a la cigarrería. El tango seguía por detrás de mí, pero por la vereda de enfrente. Di la media vuelta y el silbido de tango, vestido con el “Suixtil” escapado de la vidriera de la sastrería, tiró el toscano mientras se apoyaba en el buzón de la esquina. El olor a tabaco lo llevé hasta mi casa y ese tango que dice “... va silbando una canción” quedó escondido, como enviado por correo, en aquella esquina de la cigarrería.

Al otro día fui a la sastrería y le pagué al tendero lo que me faltaba del sobretodo y, en realidad, eso me dio suerte. Nunca más me persiguió un silbido de tango con olor a toscano y mi suegra no tuvo necesidad de salir a matar hormigas, porque empecé a entrar a su casa.

Otra cosa, de la que no quiero olvidarme, es que también mi sobretodo era “Suixtil”.




Décimo séptima invitación

(Yuyo verde)

“Callejón... callejón

lejano... lejano...”

La bajada perezosa de la calle que se hizo en la barranca pulveriza, azotado por el viento, el perfume del yuyo aterciopelado que todavía pisan los enamorados. Se agachó a recoger semillas de belloritas rojas y escuchó el trino de un boyero. Observó las nubes que ensombrecían el surco que hacía el agua de lluvia en la bajada y se aseguró de que no fueran las mismas que pasaron aquel día. De nuevo cantó el boyero y tradujo la poesía del canto. Miró la reja vieja que da al portón de la casa de los ricos dando cuentas de que en ella vive el recuerdo de un pobre. Y, como en una de esas películas en las que se besan bajo el amparo de la oscuridad del cine los que juegan al amor, envió un beso equivocado. La ceguera de sus años le devuelve generosa, la pintura de un pincel en y...

... y el brillo de sus trenzas contrastan las hojas opacas del malvón... y el jacarandá florecido, en un marco de otoño, tiñe de azul su blusa blanca... y la observa escondida en las juntas de barro del aljibe... y la fija detrás de una hoja amarilleada de humedad... y la cela en la brisa que golpea la barranca... y vierte el perfume que surca sus senos... y ve en el sol un farol encendido en su propio desgaste... y oxida el tiempo, en su tiempo de rejas soldadas, con trenzas de cobre y verdín... y la ama, extrañamente, tanto... y funde la vida, en su vida, como en un cuento... y recita la poesía de Homero en sus versos... y como en un tango...

“Déjame que llore crudamente

con el llanto viejo del adiós...”

... y se ahoga en el alcohol de los viejos... y él es viejo en el callejón barrancoso que da al río... y entre fantasmas de malvón, jacarandá y silencio la ve a ella... y más que ella es él... y en él viven ellos... y ella... y él cumpliendo el último aniversario...

El último aniversario de esos años locos que quedaron solos.

... y ella rica... y él pobre... y poeta...

La vieja historia.

“¿Dónde estás... dónde estás...

adónde te has ido?”






Décimo octava invitación

(La trampera)

El ratón miraba escondiéndose, como era su costumbre, por toda la casa.

Pasaron unos minutos antes de que saliera del baño. Se estiró, acomodándose el camisón, mientras caminaba hacia el comedor. Se detuvo, frente al aparador, agachándose un poco para verse en el espejo del fondo de la parte de arriba del mueble y se miró la cara reflejada entre platos, tazas y copas. Después se acicaló la cabeza.

Cuando llegó a la cocina, el primer rayo del sol entraba por la ventana. Frunció el ceño porque así, tan de golpe, la luz le lastimaba los ojos y, para evitarlo, corrió la cortina de cretona monarca.

Vertió, desde la alcuza de lata, alcohol en el vaso de hierro del gasificador de la cocina, tomó la cajita de fósforos de papel, sacó uno, lo raspó y flameó el líquido. Cerró la válvula del tanque para el querosén; le dio bomba a la Carú y la encendió girando una de las manijas del frente para la izquierda. Llenó la pava con agua en la canilla del fogón y la dejó goteando, rítmicamente, sobre el fondo de la cacha blanca. Puso a calentar para hacer mate y lo preparó para cebarlos. Después llevó la yerbera de madera, el jarrito enlozado y la bombilla a la mesa.

Caminó dos o tres vueltas alrededor del mesón recogiéndose el camisón para observarle el bordado al ruedo y se detuvo.

Cuando la pava silbó soltó el camisón, retiró el agua del fuego, la llevó a la mesa y se cebó varios amargos seguidos.

Miró la hora en el reloj de péndulo cuando dio una campanada. Marcaba las seis y media. Sospechó que el día iba a ser caluroso por la manera en que entraba el sol del verano a la casa.

Había tomado algo más de media pava de mates cuando apagó la Carú soltándole el aire al tanque del querosén aflojando la válvula y, mientras que en el ambiente rebotaba el silbido de la descompresión, salió de la cocina dejándola desordenada.

Ya, en la habitación; descolgó el uniforme de adentro del ropero acomodándolo, después, sobre la colcha enredada y retorcida entre las sábanas. Se sacó el camisón, lo dejó perfectamente doblado en el respaldo de la silla de la pieza y se vistió, impecable y rápidamente, antes de calzarse al pie de la cama. Se agachó para atarse prolijamente los cordones y, al incorporarse, se arregló la ropa.

Frente al espejo del tolete asintió observándose en los hombros las tiras doradas, una gruesa y otra fina con un aro naval.

Se sacó primero el maquillaje en seco y después la peluca que acomodó dentro de una caja. Con un cepillo se alisó el pelo corto y se miró un buen rato en el espejo. Volvió hasta el ropero, buscó la gorra, le observó detenidamente el escudo, asintió y, mientras caminaba, se la calzó.

El ratón desde su escondrijo lo vio salir apresurado a la calle; como lo hacía cada día en que el teniente de fragata inspeccionaba el orden cerrado, de su compañía de regimiento, al pie de las barrancas del Arsenal de Marina.

Tras el portazo se escuchó el ruido de dos vueltas de llave mientras el ratón, despreocupado, recorría la casa en busca de comida.



Décimo novena invitación

(Farol)

La penumbra, disuelta en la subida silenciosa, ahoga el extraño chirrido que sale de las casas.

El anciano, que presiente y adivina, pisa su sombra mientras corre huyendo del farol dormido en la esquina.

Desde el charco fangoso una rana salta, croa y le ensucia la cara. El viejo aturdido no entiende cómo lo nombra y se detiene, agitado, temblando y tambaleante, al borde de la vereda de ladrillos. Observa que el animal se desdibuja en el fango y le hecha la culpa al farol. No comprende por qué ese foco bosteza, achata, mastica y traga las cosas hasta hacerlas fantasma.

¡Ah! ¡Calle de puerto con zapatones de punta! Subida que, por cada paso apurado, tira encima las sombras y...

El río herrumbrado, castaño y cobrizo; los lanchones ausentes; la muchacha viuda que consolaba con magros favores; las escuelas de barro, madera y lata; los tragos perdidos en la taberna alumbrada a querosén; el cantor de tangos que enmudeció su voz equivocada un invierno ausente de estrellas fugaces; la subida de la derecha con olor a pasta de papel; la farmacia agrisada con sombras de barranca; la verdura arrojada que hedía pasada; el corralón desteñido de claros de luna y el farol de la esquina de arriba y...

El otro farol de allá abajo, sin lluvia ni viento, aún se hamaca borrando y negándole al cartel oxidado de la taberna ausente la “ene” y la “o” de “Renomé” y...

Las páginas caídas del almanaque se llevan escrita la vida en rojo y negro en un libro, cosido con hilo de raso, enhebrado en el ojo de un reloj sin cadena y...

La iglesia del puerto guarda secretos de confesión del color de la ceniza, abrazados en hogueras encendidas de alcohol y...

El puño, la rana, el puñal, el tiro homicida y suicida, la copa y el charco se ven detrás del espejo encastrado y pulido en la ribera y...

La línea del cordón de la vereda se mueve y...

La atmósfera se anuda...

¡Ay!, el viejo...

El viejo oye tarde el bocinazo cuando el baldazo de vino lo resbala, oblicuo a la subida, bajo la tenue y mortecina luz de un farol.




Vigésima invitación

(El motivo)

El viejo se recostó en la pared de la ochava de enfrente. Clavó los ojos cansados en el silencioso centro de sus pensamientos y la niebla del pasado lo embebió de viento, calor, lluvia y frío.

La esquina.

... Esa en la que se arremolinan migas de medialunas y aroma de café. Esa en la que el fantasma del músico callejero sigue tocando, en la armónica, melodías de tangos que sólo conocimos él y yo. Esa en la que en servilletas de papel, descuidadamente caídas de las mesas donde se sentaban los otros, pretendí escribir ideas que apenas sirvieron para manchar el alma de quienes jamás las leyeron. Esa en la que abrigado por los pliegues de las sombras de las tibias noches de verano soñaba con un mundo celeste cielo, habitado por gente vestida de blanco aroma jazmín. Esa en la que las monedas que caían arrojadas en mis pequeñas palmas, desde las mangas de grises sobretodos, pagaban las partituras que nunca escribí. Esa en la que alguien me arrojó niño, sin importarle que llegaría a ser hombre. Esa que me convirtió en saeta con alas de deseo de medialunas y con punta afilada, agria, de amargo café...

La misteriosa niebla se disipó de golpe con la insistente pregunta de un pibe:

- Don... ¿Tiene algo para darme?

El viejo bajó la vista sonriendo. Miró al chiquilín y dejó pasar un momento. Dudoso.

- ¡Eh, don! ¿Tiene algo para darme?

Metió la mano derecha en el bolsillo de su gastado, arrugado saco. Sacó un billete y una armónica que el chico bruscamente le arrebató gritando:

- ¡Gracias, don! ¡Gracias!

El pibe demostrando desmedida alegría salió corriendo, cruzando la calle, esquivando autos y se sentó en la vereda de la esquina de enfrente. En el café. Sopló la armónica probando sonidos. Mientras tanto se arremolinaban las migas de medialunas y el aroma de café.

El viejo meneó la cabeza y enjugó lágrimas de impotencia... De chico de la calle. Le costó calmar la angustia. Luego se abrió camino entre fantasmas de fraternales tangos y soportando el dolor en su mano derecha, con la izquierda se acarició la sien.




Vigésimo primera invitación

(Suerte loca)

Ni siquiera con los chistes del diario que alguien había dejado olvidado ahí, frente a la casa de lotería, podía sonreír.

Sentado en el banco enclavado en el piso de ladrillo picado bajo la sombra del plátano que sostenía el cartel indicador de la parada del colectivo, cerró el diario, lo hizo un bollo y masculló:

¡Pero, cómo será! Es tener mala suerte, ¡che! ¡Ni trabajando doscientos años hubiera sacado tantos morlacos juntos! Y es la segunda vez que me pasa... la primera fue en el Círculo Social cuando...

Cuando el reloj de la municipalidad tocó tres campanadas en la madrugada. No sé por qué pedí tres cartas y me quedé solamente con el nueve y la jota de pique. La cuestión es que, esa noche, el Colorado me daría una buena y era mano. Cuando ya nos habíamos descartado y antes de orejearme en la suerte apareció el yetatore y se paró justo, pero justo, debajo de la araña. Mejor dicho bajo el borde de la araña; donde los cristales, que colgaban de las pantallas y candeleros, casi le tocaban la cabeza.

El yeta ese... El que tiene un hijo hipnotizador. Para colmo de males el Colorado le dijo:

- ¿Qué andás haciendo de madrugada, che, Di Sarli?

El tipo no le contestó y miró hacia la araña como si se moviera por un temblor de tierra aunque, en realidad, al artefacto eléctrico no le pasaba nada.

Fue cuando empezamos a deslizar carta por carta para ver lo que nos deparaba la suerte cuando el buen hombre, por nombrarlo de alguna manera, hizo ese comentario:

- Muchachos, al fin decidieron arreglar la araña. ¡Pero mirá qué bien, cómo alumbra todo el salón!

Nadie le prestó mayor atención al yetatore, por lo que se fue saludando con un “hasta más vernos y suerte”; comentario que hizo que algunos se molestaran y, en fin... la partida continuó.

Miré las cartas una por una en este orden: Nueve de pique... jota de pique... as de pique... rey de pique... reina de pique... ¡mama mía!... color, ¡me dije!, sin hacer el menor gesto. Pasaron todos menos el Colorado quien seguramente que, por la cara, tenía, como máximo, una pierna cualunque... porque, al tipo, le conocemos los gestos a la legua. Me apostó hasta la almohada de la hermana y, cuando casi dice “veo”...

Cuando casi el Colorado larga el “veo” se cayó, de cuajo, la araña encima de la mesa desparramándonos todo el juego... incluso me aplastó el brazo y vaya a saber adónde fueron a parar mis cartas...

- ¡Que lo parió al bosta del Fúlmine! – gritaba el Colorado ensartado en el suelo entre las maderas rotas de las patas de la mesa.

Yo, ni esa suerte, porque... ¿qué ganas de gritar tendría con lo que me dolía el brazo?

¡Qué noche!

¡Qué yeta!

Y ahora, hoy nomás... ¡qué suerte loca!

La segunda vez en mi vida, ¡creélo!

Le compro a éste de aquí enfrente un billete y sale premiado...

¿Querés creer que la Isolina hizo picadillo el billete restregando el pantalón en la tabla de lavar?

Siempre me revisa los bolsillos y hoy... justamente hoy, ¡no se le dio por revisarlos!

Encima viene a decirme que debe de haber sido porque cada vez que escucha en la radio “A la gran muñeca”, por Di Sarli, le tiemblan las piernas y se olvida de las cosas...

¡La puta! si era como un sueldo de doscientos años, por decir, no más...




Vigésimo segunda invitación

(Cuando se oculte la luna)

Es así...

Es así como le debe haber pasar a todos los que escriben música y letras...

Como los que escriben tangos.

Me desperté en la noche y esa melodía horadaba en las entrañas.

Dos por cuatro, a veces en cuatro por ocho y en La menor...

Rédo, rédo, rédo, mirredosi; dósi, dósi; rédodosi, dósi, dósi, lasolsilalasol, la...

Y en el piano sonaba igual que en mi cabeza...

Tibia...

rara sombra perfumada

se amalgama en mi cuerpo

con la luz de las estrellas al brillar...

y,...

va buscando, en la luna que se oculta,

el llegar de la mañana

en el rocío que pretende evaporar.



Esa sombra

son recuerdos que se buscan,

bajo un cielo tormentoso

entre pájaros curiosos

que, volando contra el viento,

se olvidan que tendrán que regresar.

En la nostalgia

las caricias engañosas

son alondras bajo un tul

de lágrimas vertidas

sobre el carnaval...

Y, en el muro

que hace el sol

el horizonte se sonroja

tras jirones de una

triste realidad.



Siento...

que la luna se oculte,

bajo un cielo misterioso

en la arritmia de un mundo sin compás...

y,...

así esperar que la mañana

cure heridas, que se hicieron con espinas,

que crecieron sin quererlas cultivar.

Y la letra entra justo, justito, en cada semicorchea; corchea y negra.

Qué sé yo, es como si el tango viniera caminando por callejones de sueños abriendo canceles de silencio y espirales de noche...

Rémi, rémi, rémi, famirredo, rédo, rédo, mirredosi, dósi, dósi, dósilasolsilalasol, la...

Así le debe de haber pasado a Homero, a Virgilio, a Armando...

Así...

Así lo sueño yo.

En dos por cuatro; a veces en cuatro por ocho y en La menor...




Vigésimo tercera invitación

(Tabaco)

Es porque las cosas se dan atadas al humo que sale del tabaco, encendido, de los cigarrillos negros.

Cigarrillos que, escapados de la marquilla “Selectos”, impregnan el aire con un aroma, más que fuerte, agrio... y el hilo fino de la bocanada de humo, que rara vez hace un aro, aún enhebra, como un lápiz que escribe historias en gris pálido, a los hermanos Berón con la tristeza puesta en las cuerdas violeras del turco Amado templándole el último suspiro al “Negro” Insúa tras alguna letra de José María en un pentagrama enredado en las teclas del bandoneón de Pontier...

Historias, vaya a saberse por qué.

Historias no más.

Había tomado más de cinco copas, hasta el borde, de ginebra en el bar “La puñalada” cuando salió para cruzar la ruta a tranco zigzagueante...

El andar se le hacía como en una de esas películas argentinas que, en el cine de barrio, a cada rato se cortaban. El silbido del viento en las hojas de los árboles parecía acompañar el zapateo de protesta, en el mismísimo cine, cuando el enojo sobrepasaba la paciencia de los espectadores... pero el asunto fue en la curva de la ruta, por allá, cerca del bar “La puñalada”.

El chorro de ginebra lo llevaba como un lazarillo rengo de las patas izquierda delantera y derecha trasera. Manoteó, a pocos metros de la vereda fangosa y sobre el asfalto de la ruta, del bolsillo de la camisa transpirada el atado de cigarrillos y los fósforos esos que se vendían como de lujo... los “Ranchera” de cera. Se paró sostenido por un golpe de aire, intentó sacar un cigarrillo con la punta de los dedos errándole al contorno y se quedó con tres o cuatro picaduras de tabaco entre el índice y el pulgar de la derecha mientras que, con el resto de los dedos, sostenía la caja de fósforos. Gritó con voz de victrola que arrastra, pegando un giro completo, algo así como “la gran puta, carajo, cada vez los ponen más flojos”. Por fin, entre tire y sacada salió un cigarrillo que se llevó a la boca. Pretendió guardar, con la izquierda, el atado en el bolsillo del pantalón con muy poca suerte ya que se le cayó al barro que la humedad de la noche hacía con el suelo... Ni cuenta se dio el cristiano. Abrió la caja de fósforos al revés desparramándosele todos los fósforos y, en un idioma de esos que solo entienden los que beben ginebra por demás, dijo algo mientras trastabillaba. Un colectivo de esos, del tiempo de ñaupa, que llamaban “huevo frito” se acercaba tocando bocina a falta, como de costumbre, de frenos. El hombre se agachó a recoger los fósforos y el atado de cigarrillo mientras el armatoste se le arrimaba más y más en su trayecto de norte a sur. Alguien de la vereda de enfrente le gritó: ¡“Cuidado”! El tipo se irguió, de golpe, mezclándosele la ginebra con las ideas. Dio un giro de esos, de un pie firme con el otro levantado, que dibujan un cono en el aire y, seguramente...

Seguramente que nunca supo de qué lado venía el colectivo...

La historia, la contaron así.

Se la contaron a Homero, a Pontier, al “Turco”, al “Negro”, a los Berón y...

Pero el tango, justamente como pasó, nadie lo escribió, ni lo tocó, ni lo cantó... por lo menos que se sepa y...

Y, en fin, historias...

Historias nomás.




Vigésimo cuarta invitación

(Igual que una sombra)

¿Soñar?

La gota de rocío se desliza por un pétalo. Perseguida.

Ella, antes había cortado rosas. Las colocó en un florero de barro. Pero ahí huelen a rojo plástico y verde alfombra.

La lágrima que corre por el rostro, precipitándose, quiere alcanzarla.

Él, su espíritu, espera. Posado en una alondra en estático vuelo.

La gota de rocío humedece el camino y embrutece su forma.

Ella, siguió preparando el jardín.

La lágrima pierde tamaño y sustancia ganado apetito.

Él, su cuerpo, allá abajo crepita nervioso. Abre y cierra los ojos. La llama. El calor. Ennegrécesele la boca. No se le escucha la voz.

La gota cuelga de la última hoja.

Ella, continuó cavando. Arrimando terrones con la azada al rosal.

La lágrima cae del rostro. Ya casi atrapa a la gota.

Él, ya es humo. Una nube de recuerdos en una alondra que se mueve. Que aletea. Que se va.

La gota de rocío no es más una gota. Quedó engarzada en la lágrima cayendo al suelo. Embebiendo la tierra del jardín. Del rosal.

Ella, enjugó esa lágrima.

Él se condensó en gota de rocío.

Ella, bajo su blanca cabellera, con el antebrazo se secó el sudor. Enderezó la cintura. Tiró la azada. Tomó la urna y,...

Y cumplió la promesa.

Volcó, muy pero muy lentamente, las cenizas...

Cenizas que, regando la triste humedad de una lágrima, abrazada a una gota de rocío, quedarán por siempre en el jardín de sus sueños...

¿Soñar?

Romántica forma del amor de un sueño que fue realidad.



Vigésimo quinta invitación

(Recuerdos de bohemia)

Por esas cosas que dan las aficiones. Ventolera de valores que pierden dimensión en la conciencia, cuando se arremolinan enredando lo que amamos... errores que provocan las manías.

¡Eso!...

Exactamente eso, ¡berretines!

Llamémoslo así, que es más fácil.

Berrinches de cosas de pibes fundidas en el enojo de los grandes. Berretines y pecados. Errores arrastrados de chicos creyendo que nos lo van a seguir perdonando de grandes.

Confusiones y, otra vez, berretines.

Calor de tardes de verano enfrascadas en lugares caprichosos.

La Biblioteca Pública del centro, desde donde vimos entrar a los que estudiaban guitarra en lo del legendario y viejo director de la orquesta típica del pueblo.

Ventanales altos de la primera confitería de dos pisos, a través de los que miramos pasar la vida y el placer caminando en minifaldas.

Y, en fin, berretines.

Berretín del falso intelectual que apenas conoce lo que cree entrarle por ósmosis. Berretin de acariciar chicas rimando emociones con las rimas de Becquer. Berretín de miradas mentirosas disfrazadas con sonrisas dibujadas. Berretín de calle con perfume de estudiantes. Berretín de engaño de novio después del baile de carnaval en el club. Berretín de ritmo de orquesta de jazz. Berretín de tango actuado en escenario. Berretín de cantor de “Reloj de cobre” y “Cucusita” copiando a Miguel Montero. Berretín del papanatas que escucha al cantor cuando la novia quería bailarlo. Berretín de un helado saboreado en la heladería del centro. Berretín de viejo sentado a la puerta de calle. Berretín de puchos ganados al rusito que robaba las monedas escondidas en la tienda de la rusa vieja. Berretín de Navidades en mesas largas, tendidas a la sombra de glicinas y parrales. Berretín de calores y deseos contenidos. Berretín de ver un poco más allá de lo que mostraban. Berretín de berretín y berretines...

Y qué sé yo...

Berretines...

Esos berretines, por los que vivieron los viejos aferrándose a la vida.

Berretines que no son más que el único berretín de darle para adelante, ¡cueste lo que cueste y falte lo que falte!




Vigésimo sexta invitación

(Barrio pobre)

Las gotas de lluvia sobre el ventanal del cafetín borronean la sombra de las ramas desnudas que, del árbol de la vereda, hace la bombilla gastada del farol de la esquina. El humo del cigarrillo que fuma el único cliente, asciende e incorpora a sus formas caprichosas las telarañas que cuelgan de las aspas del ventilador de techo desusado.





Sentado a una mesa, dando las espaldas a la puerta de entrada; en el rincón que hace el mostrador con el pasillo que da a los baños, un hombre, cargando un saco ajado, entona suavemente una letra que lee en su servilleta de papel acompasándose con pequeños movimientos de cabeza. Primero lo hace en tiempo de dos por cuatro, luego en cuatro por ocho y, por último, imprimiéndole un estilo más ciudadano, arranca su poema a las notas del pentagrama imaginario sobre el que mantiene, sube y baja, la altura de su voz en las figuras del compás de cuatro por cuatro. Termina el tema con el onomatopéyico y rítmico, “chan; chan”, del final de un tango. Suspira profundamente y asiente; enseguida se estira y acaricia la guitarra que mantiene prolijamente enfundada y apoyada en su mesa. El hombre se despereza, arquea la cabeza y mira hacia atrás con aire preocupado. El mozo, después, lo observa bostezar y enjugarse los ojos comprendiendo que es el momento de acercarse para preguntarle qué quiere que le sirva y camina perezosamente hasta la mesa.

- Lo de siempre Juan... lo de siempre. – responde el hombre, acomodándose en la silla y doblando en cuatro la servilleta, ocultando lo escrito.

El mozo asiente y le hace una seña a la mujerona que está detrás del mostrador. Ella entiende el pedido, se encoge de hombros y toma un tazón de arriba de la máquina de café.

El hombre desdobla la servilleta escrita y, directamente, con ritmo de cuatro por cuatro lee, relee, entona y vuelve a asentir. Dobla otra vez el papel y lo besa. Después, haciendo un gesto de deseo de buena suerte, deja su obra a un costado de la mesa.

El aroma agrio del café burbujeante, que chorrea espumoso por la máquina, embebe el ambiente húmedo del bar cuando las campanadas del reloj de péndulo, reverberando en las cuerdas de un piano descuidado, pegan en las cuatro de la mañana. El mozo va hasta el armatoste de madera, le da cuerda y, a voz alzada, le pregunta al hombre:

- Che, Negro, ¿hasta cuándo vas a esperar?

- Vos sabés, Juan... vos sabés.

- Negro...

- Sí, Juan.

- ¿Querés leer las letras que salieron en la última revista de tango? La compré ayer, en el quiosco del Cacho.

- Y bueno; dále Juan... ¡dámela!

El mozo camina hasta el mostrador mientras la mujerona coloca en un plato tres medialunas. Toma una revista, se acerca al hombre y le dice:

- Leé en la página trece, Negro... la primera de arriba, a la izquierda.

El hombre asiente y, cuando encuentra la página, sonríe guiñándole un ojo al mozo.

Sobre el mostrador, la mujerona termina de preparar el café con leche con medialunas.

El hombre palidece leyendo la revista y pierde esos tiempos de dos por cuatro, cuatro por ocho y hasta el de cuatro por cuatro... compases que mantuvo, tan bien, cuando leyó en su servilleta de papel. A media voz canturrea embelesado, triste y de memoria, con los ojos cerrados... mientras tanto, el mozo le acerca en la bandeja lo que la mujerona preparó en el mostrador.

... están lloviendo temas viejos

y aún es noche de verano;

un negro canta al son del piano,

que desafina allá, a lo lejos.

Y en esa voz, que es más que un canto,

se desentona su bohemia.

El humo denso del cigarro

tiñe, con pecas color barro,

el amarillo del teclado

cuando el cantor despedazado

le dice: vamos che, poeta,

cantáte un tango algo triste

mientras garúa el tema viejo

que, sin memoria, compusiste...

Como dos de los goterones de la lluvia que rueda por el ventanal, un par de lágrimas borronean las ojeras y arrugas profundas del rostro del hombre.

- ¿Te gusta, Negro?... – interrumpe el mozo - ¿Viste?, eso es en serio...

- Sí, Juan... seguro que es en serio. – contesta el otro abriendo los ojos.

El hombre endulza el café con leche, le devuelve la revista al mozo y engulle las medialunas apenas mojadas. Se seca las lágrimas con las mangas de su saco gastado y desdobla la servilleta escrita que dejó descansando en la mesa. Lee y relee en compás de cuatro por cuatro y, de repente, arruga apretando con fuerza en el puño su obra. El mozo lo mira con tristeza y se acerca para decirle:

- Es al divino botón, Negro... hoy, el maestro, no viene. A esta hora, mirá... el quinteto hizo la última presentación y, qué sé, yo, ¿viste?... El troesma es así; por ahí pasa meses y no viene.

- Sí, tenés razón Juan. De seguro... y, ¡ya no vale la pena! No puedo vender el gotán, me lo robaron, ¿viste?... y, lo que siento, es... decíme, ¿quién te va a pagar lo que comí?

El mozo se retira canturreando y el hombre acaricia su guitarra escuchando esa melodía vestida con letras...

... sentáte al lado de los viejos cafetines,

guiñále un ojo a la milonga más sonriente

y jorobando dále en contra a la corriente

de los amigos que no saben dónde hallarte.

No hay diferencia entre el ocaso y las auroras

cuando se estacan en las plazas los malvones

que los cantores plagian siempre a los balcones

hechos con flores de los barrios que dejaste...

Mientras la mujerona, detrás del mostrador, tamborilea en cuatro por cuatro, el hombre se levanta cargando su peso; camina hasta el baño y, apretando los labios, abre el puño que guarda su servilleta dejándola caer en el inodoro. Aprieta con fuerza los labios, tira la cadena y, cuando su obra se ahoga en el torrente de agua, se larga a llorar.




Vigésimo séptima invitación

(Milonguita)

Milongueras, milonguitas, milonguitas que eran milongueras y las grisetas que, al final, fueron guardarroperas de las nuevas damas del cabaret.

Puede ser, o es que el duende de las piernas bien formadas que calzaba buena percha, en la sala de fiesta de la calle oscura, camina erguida por la calle, aunque sabe que la miran ya no por su belleza sino por la vejez. Y ¿quien puede olvidarla?, si la siguen llamando francesita y hoy, calzada en zapatillas de tenis, pierde en la quiniela la guita que el gil le dejó. ¿De tonta? ¡Qué, va! De tonta nunca tuvo nada, más todo se lo debe a la parada del día de descanso en el hotel. ¿Quién no recuerda el revuelo disimulado del “tordo” esperando turno sentado, a la mesa de calle, en un sillón de mimbre saboreando un imperial en la esquina del albergue? Más que francesita, en esos días, la llamaba Jane.

Y hoy, que todo está tan viejo... hasta el poeta legendario, calzado en sus zapatos blancos, descansa y saborea un café sentado a la mesa en la vereda del bar. Si, más bien, parece una pintura de Renoir escapando de la vidriera abierta por donde, en otros tiempos, se servían los helados. Pintoresco, sutil, antiguo, guapo y hermoso como las idas y venidas del mozo carpeteando desde atrás de la barra lo que oculta una partida de dominó.

¿Qué nadie pregunta por el poeta?

¡Mentiras!

El poeta aún le hace poesías a las mujeres hermosas que, en las mañanas, pasan cargadas de esas cosas que todavía se usan para comer.

¡Ah! ¿Qué ellas ya no cocinan? ¡Es cierto! y... si lo hicieran se terminaría la poesía de esta época que pasa vertiginosa por encima de la vereda donde en otros tiempos paseaba la acuarela del pintor de piropos.

Claro, en lugar del piropeador ahora se cocinan garrapiñadas con olor a azúcar quemada pero con sabor a cosas nuestras.

¿Y, de aquélla del cabaret de la calle oscura y del Hotel, qué?

De ella se ocupa el poeta y la sigue describiendo como la mujer que todos conocimos sin saber qué pretendía de cada uno de nosotros, ni por qué lo hacía, ni adónde terminaría, ni...

Simplemente de ella se ocupan los poetas, porque el “tordo” terminó, al final de cuenta siendo, como dicen hoy, el gil de cuarta que le dejó la materia para que ella, la última grela, semanalmente juegue y pierda en la quiniela...

¡En la quiniela de la vida!

Para ganar años como los que ganó el poeta, el “tordo”, la milonguita, la milonguera, el piropeador, el mozo, el de las garrapiñadas y...

¡Qué sé yo, hermano!

¡Qué sé yo!




Vigésimo octava invitación

(Trasnochando)

En fin...

Duendes.

Porque hay duendes o, mejor dicho, los gnomos existen y algunos son divertidos.

Sube y baja la palanca de pie que hace girar la rueda del afilador que, después de tocar la flauta avisando que llegó al lugar mezcla, en su pintoresca estancia, las pinturas escapadas de la pinturería ausente para dibujar, justo enfrente, como perspectiva de futuro, la pizzería que aún perdura en el centro...

No sé si casi no es como la continuidad del suceso de aquel grotesco y curioso órgano de prensa, que hubo en cada pueblo y que, aquí en algún tiempo, se llamó “El picaflor”. Lo digo así y lo afirmo porque el hombre del clavel en el ojal era justamente ese afilador.

¿Y, qué tendrá que ver el afilador del clavel en el ojal?

¡Tiene!... tiene mucho que ver.

Trasnochado calavera que escondido a la entrada de un zaguán esquivaba a la vecina indiscreta que salía a barrer la vereda cuando casi, casi, ya despuntaba el sol.

El picaflor afilador tenía una novia en el barrio del barrancal y otra oficial en el barrio de las flores.

Celosamente guardaba el secreto.

Tuvo una primera vez y le pareció gracioso ya que no fue la última. Casi lo pillan en los bailes, cuando a las dos se les ocurría ir a bailar con la misma orquesta, por lo que se recuerda, con D’Arienzo en el salón cerrado del club.

La escapada de los bailes era más que precoz cuando se daba el asunto y...

Y esa noche no fue tan simple... esa noche se acabó todo.

Fue una noche tan así, pero tan así de desgraciada que, justo ahí en la calle de los plátanos viejos, en la vereda de la pinturería, su amigo del alma, otro trasnochado calavera, lo alcanzó para decirle que no se le ocurriera acercarse al baile porque estaban las dos...

Pero estaban las dos esperándolo porque, en aquella mañana, en el diario “El picaflor” había salido una poesía de esas, batidoras, que decía, si la memoria no me falla, algo así como:

Corre que corre en la noche

el amigo afilador

del clavel en el ojal,

quien no teme que le reprochen

que lo que hace está mal.



Corre que corre en la noche,

el amigo afilador

del clavel en el ojal ,

quien engaña a la María,

del barrio de las flores;

con la Juana, del barrio del barrancal.

Algunas malas lenguas dicen que gracias a ese grotesco diario “El picaflor” el trasnochado, mentiroso calavera terminó casándose, después de noviar como Dios manda, con la hija de la vecina indiscreta que salía a barrer la vereda al despuntar el sol.

Hoy, que los afiladores se han extinguido por falta de quienes les fabriquen sus flautas, digámoslo así, el pretencioso, trasnochado, mentiroso calavera, vende claveles matizados en una esquina del centro... y dicen que es negocio.

Sí, dicen que es negocio porque todavía los picaflores siguen comprando claveles para lucirlos en el ojal.

En fin...




Vigésimo novena invitación

(Fuimos)

Porque tus ojos tengan el color de la arcilla y tu mirada esté aprisionada en el candor del fuego no es razón suficiente para que geranios y malvones no crezcan bajo la sombra de la magnolia...

Los bancos de cemento y mármol en los que, bajo la glicina, hicimos eso que pensábamos que los otros no pensaban que hacíamos, apenas si hoy recogen las magnolias marchitas de la que los malvones se ríen teñidos de carmesí. Si parece que todavía sostuvieran la nevada de los cincuenta cuando casi cincuenta, apenas teníamos nosotros.

Y ahora... ahora que ahora se ahoga la hora de locura, candente de frescura bajo las canas y al sol...

Sí, porque ya no podemos hacer el amor bajo el claro de luna... eso sólo le queda a los jóvenes y a Beethoven, si es que Beethoven continúa seduciendo, mareado y ausente de sonatas y sinfonías de eternidad... la eternidad que esperamos día tras días pero que no nos preocupa porque fuimos eso... una música inconsciente, instrumentada de cada cual por su lado y unida solamente con los sonidos ausentes enfermos de deseo... y, ¿de qué nos valió ser tan inconscientes, tan egoístas, tan soberbios?... si hoy vivimos y somos tan viejos, esperando que caigan las magnolias sobre los geranios y los malvones... sentados... sí... ya no acostados... sentados en el mármol, esperando otro mármol con brillo de bronce que nos venga a acostar... pero fuimos eso... simplemente fuimos... equivocados pero fuimos, sin embargo somos, si bien estamos,... claro, faltaron los hijos... aunque a veces yo fui como tu hijo y vos... sí, vos en esos momentos disimulaste el deseo... pues, así de esa manera nos educaron... siempre ocultándonos porque nos dijeron que era malo... que hacerlo, simplemente hacerlo... era, es, fue y será pecado...

Lo siento... en realidad lo siento... siento que la magnolia siga envejeciendo y que los malvones y los geranios se hagan hojarasca... porque vos y yo, ya estamos viejos...




Trigésima invitación

(Che, bandoneón)

Dicen que, del baile de “El Dorado” se escapó como quien le escapa al yeta del barrio. Habían aparecido ellas y no quería saber nada, pero nada de nada, con ese asunto de mujeres y peleas.

Se hizo perfume, moviéndose rápido hasta la puerta del club “Villa Angus” y le hablaba al fuelle enfundado colgando del brazo, preguntándole por eso que dice el tango sobre “el duende de tu son, che bandoneón, se apiada del dolor de los demás...”

Y de su dolor, ¿quién se hace carne de su dolor?

Decidió no entrar al club y dejar las cosas como estaban. Caminaría por la calle que lleva al centro arrimando pensamientos y placeres de “Estercita y de Mimí” y “como Ninón...”

No sabía cual de las tres pero una de ellas lo había atado. La curandera le había dicho eso. Estaba atado, por eso no podía...

No podía amar porque estaba atado.

La infusión de cola de quirquincho y raíces secas de espuelas de caballero después de tres Ave María y un Gloria lo desatarían. Rezar, había rezado pero el té... El té, no... no se animaba a beberlo. Lo preparaba y lo tiraba al desagüe de la bomba. Esa noche ni el cosquilleo melodioso, del fuelle sobre la falda, le producía esa sensación varonil que le daba... como cuando traqueteaba en el viaje del colectivo que lo llevaba a los bailes del otro pueblo.

Estercita, Mimí, Ninón... y sí, era como demasiado pero, alguna de las tres lo ató para que no pudiera con las otras dos. Y justo, ¡pero justo!, esa noche tenía que encontrarse por primera vez con la Susana...

Y con la Susana no era juguete, se iba a reír de él... se daría cuenta de que le habían hecho una atadura. ¡Qué!... si pudiera tomarse el té de cola de quirquincho con raíces secas de espuelas de caballero.

El sobretodo, encima del traje, le pesaba en el cuerpo tanto como lo hacía el bandoneón colgando de la mano izquierda.

Era zurdo y metió la mano derecha en el bolsillo del sobretodo... se le estaban enfriando las manos. Palpó el sobre de los yuyos cuando pasaba justo por enfrente del hospital sobre la barranca que subía por la calle que va al centro.

Decidió parar y entrar en la casa de Mario que quedaba, ahí nomás, de pasada.

Se apresuró, decididamente cruzó la calle, llegó a la puerta y golpeó. Le contó al amigo lo que le andaba pasando mientras dejaba el bandoneón arriba de una silla. El otro puso la pava con agua a hervir. El bandoneonista se desabrochó el sobretodo, sacó los yuyos, los echó en una taza y al rato se preparó el té...

Sabía horrible, amargo, porque, para colmo de males, la curandera había dicho que tendría que tomarlo sin azúcar... ¡la miércoles que era feo! Lo pasó como pudo y sorbió una copa de caña para sacarse el mal gusto. Agradeció el servicio prestado al amigo, se abrochó el sobretodo, con la mano izquierda asió el bandoneón y partió para el centro, siempre por la misma calle y la misma vereda. Pasó por el kiosco del cabezón y empezó a sudar feo. Le chorreaban las gotas por dentro de la camisa y las que le caían sobre los ojos le desparramaba las imágenes de los Winco en la vidriera de la disquería que tenía las luces encendidas. Ya casi, casi, se le borraban las ganas que le tenía a la Susana. Pensó que eso de los yuyos fue para peor o que, a lo mejor, sería que el efecto que buscaba empezaba así.

Siguió caminando y canturreaba para disimular el susto que se le estaba viniendo: “Bandoneón, hoy es noche de fandango y puedo confesarte la verdad...”

¡Ay...! “Estercita y Mimí, como Ninón...”

Las piernas se le apuraban solas y el bandoneón cada vez le pesaba más. Se paró en la puerta de un bar que aún estaba abierto y se sacó el sobretodo. Cada vez tenía más calor. Las gotas le caían por la espalda.

Siguió caminando y cuando llegó a la esquina de la plaza se sacó el saco y no sabía cómo hacer para sostener tantas cosas a la vez. Siguió caminando queriendo borrar del todo la imagen de la figura desnuda de la Susana y dobló por la calle transversal, para el oeste, como disparándole a la del centro.

A media cuadra llegó al Sanatorio de enfrente de la iglesia y cruzó la puerta, apurado, esquivando la presencia del enfermero de quien ya le habían hablado de sus preferencias y se dejó caer, bajo el corredor, enredado entre el sobretodo, el saco y el bandoneón.

Dicen que, al otro día, cuando la curandera lo fue a visitar a la sala de hombres, en el sanatorio, el bandoneonista le contó todo tal cual le había sucedido.

La vieja mujer, conocedora de esos males, no coincidía con el criterio de los médicos y le dijo al bandoneonista que los yuyos no habían surtido el efecto deseado porque no rezó, inmediatamente después de tomar el té, los tres Ave María y el Gloria.

Comentan que la Susana, al final, se enteró de que el tipo estaba atado y...

“Estercita y Mimí, como Ninón...”

“...Che, bandoneón”




Trigésima primera invitación

(Soledad)

La música, arrastrada por el viento, llegaba desde el anfiteatro Homero Expósito.

Claro que no estaba tan lejos, después de todo.

Quién sabe por qué habrían elegido, para probar los equipos de audio, eso de Gardel y Le Pera...

“Yo no quiero que nadie se imagine

cómo es de amarga y honda mi soledad,

en mi larga noche el minutero muele

la pesadilla de su lento tic-tac...”

El viejo oyó el timbre de la puerta y se apresuró a salir pero, para su sorpresa, no había nadie.

- ¡Bah! Algún guacho de mierda. Estos pibes cada vez están más terribles. – Dijo en voz alta.

Entró rápidamente. Afuera hacía frío y el viento que se arremolinaba por el efecto del edificio de departamentos de enfrente, le lastimaba el rostro. Continuó, en la quinta a un costado de los naranjos, con el asado del domingo arrimándole más brazas encendidas bajo la parrilla y...

Otra vez el timbre.

- Si los llego a agarrar les voy...

El nuevo, insistente, sonido agudo del timbre interrumpió todo lo que pensaba decir que, por cierto, pecaba de grosero.

Se apuró a llegar a la calle y, nuevamente, no había nadie.

- ¿Qué estará pasando?... ¿será la humedad? ¡Debe de sonar solo!

Entró rápidamente y desconectó el timbre desde el interruptor que había puesto a propósito su único sobrino varón cuando le cambió la instalación eléctrica de la casa.

Se propuso continuar con el asado. Observó que se cocinaba lentamente y fue al fondo de la huerta, detrás del gallinero, a recoger la ropa tendida desde el día anterior acomodándola, después, dentro del canastón de mimbre en el lavadero. Plancharía al otro día, si tenía ganas.

Su vida de soltero se le estaba haciendo pesada o más bien, digamos que monótona. Había perdido varios amigos. Unos, porque se fueron a vivir con sus hijos, otros porque se internaron en un geriátrico y Juan, en fin... De eso... En él, mejor dicho, no quería pensar. Los que le quedaban sólo le servían de ocasionales compañeros o contrincantes para jugar al truco en el club del barrio.

El timbre del teléfono lo sacó de sus pensamientos.

- La puta, ¿quien será ahora?

Se apresuró a atender y cuando llegó al aparato, justo en el momento en que levantaba el tubo, se le ocurrió que habían cortado y, en realidad, fue así porque escuchó el característico sonido del tono, en el auricular, al arrimárselo al oído.

- ¡Bah! – Sólo se le ocurrió decir eso y colgó.

Presentía que pasaba algo raro. El timbre de la calle había sonado misteriosamente dos veces, después el teléfono y, nada... nada ni nadie.

En esos días pensaba que no tenía respuestas para muchas cosas. Entre algunas, para ese dolor sordo en el pecho que le subía a la mandíbula y le corría por el brazo. Los doctores, en fin... Nunca le gustó mucho eso de ir a los médicos. Pensaba que ellos siempre le encontraban alguna cosa para hacerle tomar remedios y, con lo que cobraba de jubilación, apenas si le alcanzaba para darse el gusto con algunas comidas y las apuestas del truco. A veces doña María, su vecina, le curaba el empacho y el mal de ojo y con eso marchaba para adelante. También le medía el hígado, de adelante y de atrás, cuando se sobrepasaba con las comidas.

Recordó que no le había agregado sal al asado. Fue a la alacena, buscó la parrillera y, rápidamente, antes de darle una vuelta a la carne la saló y volvió a hacerlo después, otra vez, sintiendo que le ardían los brazos debido al calor del carbón bien encendido. Sonrió satisfecho porque los chorizos chillaban y a él le gustaban así de grasosos. Puso la morcilla para que se fuera calentando a un costado de la parrilla donde el calor no fuera tan intenso ni directo y...

Otra vez el teléfono. En ese momento sí que se acordó de Juan, porque lo llamaba siempre en el momento más inoportuno, aunque... Bueno...

Llegó hasta el teléfono y otra vez colgaron.

- Pero, ¿qué está pasando?! – Gritó apretándose un poco el pecho.

Se masajeó el brazo y la barbilla, descolgó el tubo del teléfono y fue a sentarse a la cocina. Apoyó ambos codos en la mesa acordándose del tiempo en que venían sus hermanos. Aunque las cuñadas le resultaban un poco pesadas, también las extrañaba. También sus sobrinas y su único sobrino varón hacía tiempo de que no lo visitaban.

Recordó que debía de ir al cementerio y, por cierto, lo haría esa tarde.

Sacó el vino tinto de adentro de un viejo aparador de madera, se sirvió una copa y abrió paquetes de maní salado, papas fritas, palitos, un frasco de aceitunas en salmuera y peló un salame volviéndose a sentar a la mesa. Aún tenía tiempo para preparar la ensalada.

- Pobres viejos. Cómo les gustaban los salamines! – Dijo, distraídamente, mientras disfrutaba de la picada y pensó cuan ambigua puede resultar la palabra soledad; quizás, hasta tan vaga como el significado de la vejez y tan lejana como el contenido de la muerte.

Apresuró una segunda copa de vino, se paró rápidamente y volvió al asado. Probó un trozo de carne, cortándola bien pegadita al hueso, y le agregó más sal. Sentía que el calor, o no se qué, le hacía palpitar la punta de la nariz.

Mientras encendía un cigarrillo oyó que alguien lo chistaba...

Miró hacia los techos y no vio a nadie. Levantó el brazo derecho con gesto impropio y volvió a sentir esa sorda puntada en el pecho.

Tiró el cigarrillo, se tomó con ambas manos la mandíbula y dijo:

- La gran puta... ¿qué me anda pasando...?

Escuchó otra vez el timbre de la calle, el del teléfono y a alguien que lo chistaba...

Todo a un mismo tiempo.

- ¡Es imposible! – Vociferó.

Sintió que le palpitaba cada vez más fuerte la punta de la nariz, mientras que el concierto de timbres y chistidos le daban vueltas y vueltas a su alrededor...

...Gira y gira que ¡gira y gira!...

...Duerme y duerme que ¡duerme!...

...Cae y cae que...

...Sueña y sueña...

...Tiembla y...

...Oye...

...Shhhhh...

...Shhhh...

...Shhh...

...Shh...

...Sh...

...

“Pero no hay nadie y ella no viene,

es un fantasma que crea mi ilusión.

Y que al desvanecerse va dejando su visión,

cenizas en mi corazón”.





Trigésimo segunda invitación

(Nocturna)

¿Querés que deje la prosa porque por momentos te parece fría? Claro, querés que haga poesía porque sos romántica.

¿Acaso no hay prosas escritas con dulzura, con la tinta más pura que pueda destilar un poeta?

Mi prosa está casi... como hecha de versos, porque me gusta volver a empezar sin terminar y en cada frase brindar, como quien levanta la copa colmada de agua de rosas, embriagándome con el silencio que hacen las cosas que no tienen explicación.

Sí, emotivamente... o, si preferís, con el corazón puesto en mi vida que sin querer se olvida de que no hay rima que rime sin rima, ni canto que cante sin canto, ni rosas que rocen las rosas ni poesía que haga más prosa que la propia prosa que hace el amor...

Así, es mi prosa...

Así, es mi poesía...

Así, de simple o de complicado...

Así, como el tango...

Así, amo yo.




Índice
Prólogo:  Profesora Estefanía Ragazzo de Fernández
Primera: "A Zárate", Tango de Armando Pontier
Segunda: "Afiches" Tango de Homero Expósito y Atilio Stampone
Tercera: "Aquí no más" Tango de Cátulo Castillo y Héctor Stamponi
Cuarta: "Cafetín" Tango de Homero Expósito y Argentino Galván

Quinta: "Rapsodia del ocaso"- Movimiento, Tango - de Jorge Altmann
Sexta: "Dos fracasos" Tango de Homero Expósito y Miguel Caló

Séptima: "Golondrinas" Tango de Alfredo Le Pera y Carlos Gardel
Octava: "Naranjo en flor " Tango de Homero Expósito y Virgilio Expósito

Novena: "Tiempos viejos" Tango de Manuel Romero y Francisco Canaro
Décima: "El sueño del pibe" Tango de Reinaldo Yiso y Juan Puey

Décimo primera: "Los mareados" Tango de Enrique Cadícamo y Juan Carlos Cobián
Décimo segunda: "Cabeza de novia" Tango de Enrique Cadícamo y Salvador Merico
Décimo tercera: "Mis amigos de ayer" Tango de José María Contursi y Francisco J. Lomuso

Décimo cuarta: "Agua florida" Tango de F. Silva Valdés y R. Collazo
Décimo quinta: "Maquillaje" Tango de Homero Expósito y Virgilio Expósito
Décimo sexta: "Silbando" Tango J. G. Castillo – S. Piana y C. Castillo

Décimo séptima: "Yuyo verde" Tango de Homero Expósito y Domingo S. Federico

Décimo octava: "La trampera" Milonga de Aníbal Troilo
Décimo novena: "Farol" Tango de Homero Expósito y Virgilio Expósito

Vigésima: "El motivo" Tango de Pascual Contursi y Juan Carlos Cobián
Vigésimo primera: "Suerte loca "Tango de Francisco G. Jiménez – Anselmo Aieta
Vigésimo segunda: "Cuando se oculte la luna" Tango de Jorge Altmann

Vigésimo tercera: "Tabaco" Tango de José María Contursi y Armando Pontier
Vigésimo cuarta: "Igual que una sombra" Tango de Enrique Cadícamo y Osvaldo Pugliese

Vigésimo quinta: "Recuerdos de bohemia" Tango de Enrique Delfino y Manuel Romero
Vigésimo sexta: "Barrio pobre" Tango de Francisco G. Jiménez y Vicente Belvedere
Vigésimo séptima: "Milonguita" Tango de S. Linning y Enrique Delfino
Vigésimo octava: "Trasnochando" Tango de S. Adamini y A. Bagliotti
Vigésimo novena: "Fuimos" Tango de Homero Manzi y José Dames y

Trigésima: "Che, bandoneón" Tango de Homero Manzi y Aníbal Troilo
Trigésima primera: "Soledad" Tango de Alfredo Le Pera y Carlos Gardel

Trigésimo segunda: "Nocturna" Milonga de Julián Plaza


Este libro se terminó de editar, electrónicamente,


en la ciudad de Zárate el 21 de abril de 2001


y fue presentado en la FERIA NACIONAL DEL LIBRO 2001


en el Stand de la Federación de Educadores Bonaerenses.

5 comentarios:

  1. Que lindo!
    Me encanto!
    gracias por compartir esto, me trajo recuerdos hermosos, de por ejemplo cuando estuve en tilcara en el hotel Viento Norte, uno de los momentos mas lindos de mi vida
    graicas, este blog me ha sacado una sonrisa :)

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  2. Muchas gracias, Vicky y S.A.D.E. FILIAL VILLA MARÍA por su, para mí muy valiosa, visita.

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  3. Jorge.... eres Matématico.. si ya lo sabía yo..
    esta claro que además de guapo eres un cuántico.. a mi lado hay muchos.. muchos... yo soy chica de letras..

    Sociología especialidad psicología Social por la rama del psicioanálisis..

    un cuantico. jajajaja

    besos... y tu libro.. lo tienes en pdf.. estaría bien poderle leerlo

    y lo que tengas de tango idem.

    Un saludo

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    1. Muchas gracias, Estrella!!! He tenido problemas de ingreso a este blog que los solucioné recientemente y no había leído tu comentario, que agradezco enormemente. Disculpa el atraso en contestar. Un abrazo enorme.

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